Hacía mucho que no escribía bajo la etiqueta LA FIEBRE. No quiere decir, desgraciadamente, que ya no exista. Sí, quizá, que ha bajado un poco la temperatura. Por pura persistencia. Por hartazgo, aburrimiento, repetición.
La última vez que escribí sobre ella fue el 29 de diciembre, justo cuando se habían inoculado las primeras vacunas en España. A Araceli y a Mónica. Desde entonces, un importante porcentaje de la población ya está con el antídoto (me llama la atención el empleo de ese término) y nos hemos familiarizado con los nombres de las casas farmacéuticas que han fabricado diferentes compuestos contra el virus del COVID19.
Entre tanto, pasamos una ola bastante fuerte tras las navidades, con hospitales desbordados, enfermos, víctimas y restricciones asociadas con el fin de contener esos efectos. Algo súper integrado ya en nuestra cotidianidad coetánea pese a lo extraordinario de la situación. Afortunadamente y, según los expertos o los catalogados como tal, la situación parece que va mejorando, gracias, fundamentalmente, a la inmunidad que poco a poco se va alcanzando vía pinchazos. Al menos, aquí en España. En otros lugares del mundo aún se ven escenas complicadas.
En estos meses, podía haber hablado de todo esto, haber celebrado el primer aniversario de toda esta historia o haber comentado el hartazgo o el cansancio o el agobio ante la ausencia de vida social o, mejor dicho, la contradicción entre la necesidad de vida social y el respeto que el bicho sigue ejerciendo para alguien como yo, de tendencia hipocondríaca.
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