«Sandinista»

No sé cómo he llegado a él, la verdad. En cuanto he visto su portada en la interface de Spotify en el Mac le he tenido que dar al play. Cuanto los primeros acordes de «The magnificent seven» han salido a través de los altavoces Bang & Olufsen se han multiplicado las imágenes en mi cabeza. Me he aflojado la corbata y me he puesto una copa. Me he acercado a la ventana, he visto la ciudad a mis pies y me he dejado llevar.

Tendría 18 años, quizá 19 cuando escuchaba el «Sandinista!» de los Clash. Sí, supongo que sería mi primer año en la universidad. Cuando empecé psicología. La hostia. Menos mal que estaba lejos de casa porque el viejo no habría soportado aquellas pintas. Aquellos pelos mugrientos, aquel chaleco con tachuelas y parches, los pantalones pitillo rojos y las botas de militar.

Salir todas las noches a emborracharnos; acabar con chácharas con las que parecía que arreglaríamos el mundo; las manifestaciones, las carreras delante de la policía; las hostias que dimos y recibimos en las trifulcas con los fachas de la facultad. La hostia. Y Esther. Joder, Esther. Con sus discursos anti-sistema y sus locas ideas. Qué guapa era. Cómo me animaba a escribir y a romper con el mundo de mi familia. Joder, cómo me pillé de aquella tía… ¿qué será de ella ahora?

Por ahí creo que tengo guardada una foto con ella y el resto de la gente de clase. Yo con una camiseta que ponía acción anti-capitalista o algo así… jajaja… la hostia… acción anti-capitalista pero yo siempre llevaba la cartera bien llena de pasta y vivía en el mejor colegio mayor de la ciudad pagado íntegramente por el viejo. Te cagas. Joder, si creo que estuve a punto de afiliarme a la CNT e incluso asistí a algunas de sus asambleas. Esther me arrastraba. Joder, cómo me pillé de ella… ¿qué será de su vida?

A veces pienso que me lo creía. Creía en los derechos de los trabajadores, en la igualdad entre todas las personas, creía eso de ni Dios, ni Patria ni Rey y toda la pesca… creo que hasta me gustaba Psicología. En realidad, era lo que siempre quise estudiar. Claro que, de haberla acabado, no viviría como vivo ahora. Bueno, seguramente sí. El viejo me habría respaldado muy bien. Supongo que se veía obligado a compensar con bienes materiales su constante ausencia física como padre. Mira, parece que me vuelve la vena de psicólogo.

Recordando y pensando ha llegado el quinto corte del disco. «The leader». Qué casualidad. Ése soy yo. El líder. El puto amo. El que maneja el cotarro ahora en la empresa del viejo. Ahí estamos. Fuera psicología, hola empresariales. Hasta siempre Esther, te quiero Inés, mi perfecta esposa y madre de mis tres preciosos querubines. A tomar por saco comuna anarquista, venga ese loft de 400 metros cuadrados. De aquella lucha obrera a firmar despidos y a recortar sueldos de mis empleados, personas a las que ni siquiera pongo cara. Del «Sandinista!» de los Clash a saberme de memoria letra y coreografía del «Despacito».Ese, éste soy yo ahora. Aquel, supongo, también lo era.

«Somebody got murdered». Décima canción. Fue aquel. El asesinado. El de hace 20 años. Sin dejar rastro. No queda nada de él. Nada de mí. No sé cuál de los dos es más falso. Si el de entonces o el de ahora. Todo una mentira. «You’re such a liar / You won’t know the truth if it hits you in the eye / Deny / You’re such a liar / You’re selling your». Así arrancaba «Deny», el séptimo corte del primer disco de los Clash. Joder, cómo me acuerdo de esta banda. Joder, en mala hora la he puesto. En mala hora he llegado a ella.

Abuelas

Las dos abuelas fueron, como cada tarde, a recoger a la nieta. Una, Begoña, más joven y de mejor planta que la otra, Luisa, llegó antes a la puerta de la escuela. Al verla allí, charlando con la madre de otro niño, Luisa pensó: «mírala, siempre tiene que ser ella la primera». Al verla aparecer, despacito, con una bolsa de supermercado en la que llevaba la merienda de la cría, Begoña pensó: «mírala, ahí viene, con la merienda en una bolsa de supermercado… qué le costará comprar algo más mono para traer la fruta».

– ¿Qué tal, Luisa? ¿cómo andas, hija? – preguntó Begoña acercando su rostro al de su consuegra para darle dos besos aunque procurando, eso sí, que sus labios no tocasen piel.
– Bueno, no tan bien como tú pero vamos tirando, querida – respondió Luisa, tratando de retirar la cara de los besos de Begoña pero de forma en que ésta no se diese cuenta.

Begoña, sonrisa mediante, regresó a la intrascendente conversación con su anterior interlocutora. Luisa, por su parte, fue sacando el bocadillo de la bolsa y empezó a desprender el papel de plata que lo envolvía, dejando entrever el color anaranjado del chorizo. Como si un destello del mismo hubiese captado la atención de la abuela materna, Begoña se giró a la paterna, a Luisa.

– ¿Otra vez chorizo? Hija mía, los niños tienen que comer más fruta, ya lo dicen en la televisión, mujer…
– Bah, paparruchas… La niña lo que tiene que hacer es comer bien y fuerte, que está muy flaca…

El griterío de un montón de críos abandonando las instalaciones escolares y poblando el patio, interrumpió el debate alimenticio sobre la merienda de Naroa. Begoña, con garbo, comenzó a agitar su mano derecha hacia un punto indeterminado de la masa infantil que emergía cual marabunta hacia el tiempo de ocio. Luisa, de puntillas, sin aspavientos, trataba de localizar con la vista a su nieta. Al de poco, Naroa, ocho años recién cumplidos, apareció allí.

– ¡Kaixo amama, hola abuela! – saludó a Begoña y a Luisa respectivamente – me voy con mis amigos a jugar… ¿me dais el bocadillo?, ¿de qué es?

Luisa ofrece el emparedado a la niña pero ésta, al distinguir el contenido, lo rechaza.

– ¿Chorizo? Jolín, abuela, sabes que no me gusta nada…
– Pero, hija, esto te viene bien para coger fuerzas después de todo el día en la escuela…
– Naroa, bihotza*, te he traído un tupper con un poco de pera picadita… toma, laztana*…
– ¿Pera? No, no quiero, no quiero nada… bueno, me voy, que me están esperando…

Casi sin acabar la frase, Naroa sale corriendo con la energía propia de su momento, en busca de sus compañeros de colegio.

– Si es que ya sabía yo que en cuanto viese que hoy también había chorizo ya no iba a querer nada…
– Bueno, tampoco es que la pera esa que le has traído tú le haya llamado mucho la atención, vive Dios…
– En fin, ya le preparará algo Nerea esta noche… la niña no se va a quedar sin comer, eso desde luego…
– A lo mejor el que lo prepara es mi Valentín… no sería la primera ni la última vez que se tiene que encargar él de preparar la cena a la cría…
– ¿Qué quieres decir?, ¿que mi hija no hace nada en casa?
– No, nada no, pero como cada dos por tres está que si en el gimnasio o que si está en el trabajo… pues al final Valen se tiene que encargar de la Naroa y, la verdad, yo no concibo que sea un hombre el que se tenga que encargar de esas cosas.
– Ay, Luisa, hija, qué antigua eres, por favor… y qué machista… lo que me faltaba por oír… anda, vamos a dejarlo y a ponernos un poco ahí, al sol.
– Sí, será mejor.

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Huye

El tiempo es oro. La vida es tiempo. Huye de este estercolero llamado vida. La vida es tiempo y el tiempo es oro. La vida es tiempo y el tiempo se mide en días, horas, minutos, segundos… Siempre segundos. Siempre plata. Oro y plata. El vil metal. El tiempo es vil. La plata es metal. La plata se fuma. El tiempo se esfuma. Como arena entre los dedos. Como una frase manida a más no poder escogida de algún fragmento de alguna canción absurda. La vida es absurda. Absurda y manida.

Huye de este estercolero que estás leyendo. Es falso. Como mucho oro. Como mucha plata. Fake. El tiempo es falso. La vida también. La vida es vil. La vida es vid. Vida y vid. La vid engarzada a la tierra. La tierra es vida y soporta el paso del tiempo. Más que nada y más que nadie. Huye. Aún estás a tiempo.

Insisto: huye. Esto sale por pereza. Porque no hay tiempo. O porque, aunque lo haya, no se sabe aprovechar. Si hay tiempo, entonces, hay vida. No se sabe aprovechar. No sabes aprovechar el fruto de la vid. No sabes beber. Ni fumar. En plata o en papel. Bébete la vida. Nadie te dice que te la fumes. Bébete la vida suena a eslogan publicitario. Bébete la vida suena a como arena entre los dedos. Es basura.

Huye. No pierdas más el tiempo. No pierdas más vida. Es falso. Todo esto suena nihilista pero no lo es. Es pereza y compromiso. Tócatelos. Compromiso, dice. En realidad, lo es. Es nihilismo para cumplir el expediente. Es un tono oscuro que no se sabe usar. Que no se sabe aprovechar. Como el vino. Como el fruto de la vid. El de la tierra.

Huye de este estercolero. Pero, espera. Ha salido así, tal cual. Ojo ahí. Fruto de la pereza y el compromiso (tócate los cojones). Dejándose llevar. Detrás de una frase, otra. Sin apenas pensar. Pensarlo. Sin pensarlo. Viviéndolo. Atemperándolo. Ojo ahí. Ha salido así. Y aunque todo lo dicho suene falso, esto último no lo es. Ha sido así, por pereza y compromiso. Da para analizarlo. Que salga esto así, espontáneamente. Ojo ahí.

Y ahora sí. Huye. Vete. Pero no vuelvas a llamarlo estercolero.

* Imagen vía mis Paredes que Hablan

Realidades

Trajeron sus autorizaciones firmadas. Sus mochilas. Un pequeño sandwich y un botellín de agua en ellas. Su calzado deportivo y su ropa cómoda. Y sobre todo sus caras. Sonrisas y ojos iluminados ante las perspectiva de pasar la jornada escolar fuera de la propia escuela.

También la suya transmitía ilusión. También la suya, tiznada de negro en la mejilla izquierda. También la suya, afeada por una enorme legaña que no le habían quitado del párpado de su ojo derecho. También la suya ofrecía una perspectiva animosa. Su cara era como la de los demás alumnos pero su ropa no. Su rostro resultaba igual de feliz pero no tenía mochila. Traía un ennegrecido plátano en una bolsa de plástico del supermercado. Sí llevaba una botellita de agua. Al menos.

Subieron al autobús dicharacheros. Sentándose los más formales adelante, los más traviesos atrás. Obligaron a sus maestras a elevar el tono de voz, a dar órdenes constantemente. A volver a explicar lo que iban a ver. Él, alentado por poder ver los mandos del conductor del autocar, se ubicó en la parte delantera. A su lado se sentó ella, la nueva profesora. Joven. Recién salida de la universidad. Guapa, como de origen noble. Expresión asustada. Ella no estaba acostumbrada a tratar con niños así. Él le agradeció con la mirada que se sentase ahí.

Primero, identificar pájaros. Luego, plantas y flores. Más tarde, un estanque, con el agua turbia, en el que se distinguían unos enormes peces con cierta dificultad. Después, un descanso. Para comer el bocadillo. Los sandwiches. Lo que llevaban en las mochilas. Gritos y revuelo. Poca obediencia a las maestras. Él sacó su plátano. Su plátano ennegrecido. Y su botellín de agua. Lo que llevaba en la bolsa de plástico del supermercado. Y los otros rieron y se mofaron de él. Ella, la profesora, la nueva estaba junto a él. Abriendo una barrita de cereales y muesli chocolateada. Esa iba a ser su comida. No la pudo empezar. Quería defenderle o recriminar a los otros su actitud.

– Me van a llevar a un centro porque dicen que mis padres no me cuidan – le contó él a la profesora, a la nueva – pero yo creo que sí lo hacen. Además, no quiero que me cambien de colegio. Si me cambian no podré hablar contigo.

Ella, la maestra, la nueva se emocionó un poco. Se acordó de los chicos con los que hizo las prácticas. Alumnos de su pueblo, de colegio privado, de uniforme. Niños y niñas con modales. Una realidad muy alejada de plátanos ennegrecidos, de bolsas de plástico, de legañas perennes, de mofas, de centros de protección.

Antes de regresar al autobús, para ir al colegio y, de ahí, volver a sus casas, las maestras explicaron a sus alumnos porque se usan diferentes contenedores. El amarillo para el plástico. El azul para el papel. El otro para todo lo demás.

– Mis papás no echan nada. Mis papas traen a casa la comida de ese, en el que se echa todo lo demás – dijo él de buen grado. Estallaron las risas. Ella, la profesora nueva, le abrazó.

Ella, esta vez, se sentó sola en el autocar. Se soltó la coleta, pegó la cara contra el cristal y lloró. Y decidió. Decidió acudir a la mañana siguiente al despacho del director a presentar su renuncia. Su dimisión. No podía soportar esa realidad. Necesitaba regresar a la suya.

*Imagen vía Flickr (licencia CC). Autor: Guillermo Varela.

Zampachourizos

Y se hizo la luz. Y todos los que contemplaron aquel hito era la primera vez que veían esa calle de la aldea iluminada en plena noche. Muchos, incluso, era la primera vez que veían luz artificial. Todo gracias a Paquiño. Todo gracias a Zampachourizos.

Francisco, Paquiño, Zampachourizos acababa de regresar a Galicia. Volvía a su casa. Reconectaba con sus orígenes. Tornaba atraído por la ancestralidad de su tierra, de sus costumbres y sus tradiciones. Aún a pesar de su esposa. Aún a pesar de que la experiencia por tierras vascas había funcionado y se había granjeado un porvenir en aquellos grises territorios. A pesar de todo. Él tenía que volver para quedarse.

Precisamente las capacidades adquiridas durante la experiencia como emigrante le habían posibilitado esta vuelta. Tras formarse como operario telefónico y adquirir competencias sobre la red eléctrica, pronto buscó la oportunidad de plasmar esos conocimientos en su origen, sabedor de que, por aquel entonces, muchas zonas de Galicia eran deficitarias en ese tipo de instalaciones.

Y así fue. Pronto tuvo la suerte de que le llamaran para ejercer de operario en la provincia de Orense. Y allí fue. Y allí se instaló, aunque la mayor parte de la jornada la pasaba de villorrio en villorrio, en una pequeña furgoneta en la que portaba sus herramientas y una pequeña escalera con la que encaramarse a los postes de la luz o a los inhabituales tendidos eléctricos de las aldeas.

Farolas, bombillas, teléfono en el ultramarinos… Paquiño acercaba el progreso a los concellos. Francisco recorría los pueblos llevando claridad, conexión, luminosidad y contactos… Paquiño visibilizaba, con su trabajo, a estas pequeñas comunidades. Francisco llevaba la luz y los lugareños lo agradecían. A su modo. En la forma en que los gallegos mejor saben reconocer las buenas acciones: con comida.

Importantes agasajos culinarios se llevaba Paquiño para casa cada día. Chorizos, jamones, lacón, tocino, las mejores piezas derivadas de la matanza. Los mejores filetes de ternera. Y casi siempre, antes de partir al hogar, un caneco de vino con los paisanos con la consiguiente ración de criollo o de raxo.

Paquiño agradecía la correspondencia de los vecinos y aunque su labor ya fuese reconocida con el sueldo que percibía por ejercer su trabajo, no rechazaba los presentes. Siempre había tenido demasiada buena boca como para decir que no a semejantes manjares. Por algo era conocido como Zampachourizos. Además, como buen gallego, siempre había sido un gran ahorrador, una pequeña hormiguita que guardaba y guardaba como para decir que no a un caudal que le permitía no gastar nada en alimentación.

Aldea tras aldea, poste de la luz tras poste de la luz, chorizo a chorizo durante años, Paquiño fue consiguiendo lo que buscaba con su retorno: rescatar esos olores, esos sabores y esos sentimientos que llevaba consigo desde su más tierna infancia, recuperación que adquiría arrimándose a una pequeña lumbre, sentado en el banco de piedra del caserón, alrededor de una mesa repleta de carnes, platicando, de forma parca, con los complacidos anfitriones.

Pero Zampachourizos también consiguió, desgraciadamente para él, otra cosa: en principio, aumentar considerablemente de peso. Del figurín que volvió de Bilbao pasó a convertirse en un hombre con un excesivo sobrepeso. Kilos de más que, tiempo después, empezarían a menguar de forma poco lógica ya que Francisco, Zampachourizos, seguía haciendo honor a su apodo. A dicha pérdida de peso, le acompañarían unos intensos dolores estomacales a los que, a pesar de ello, tampoco él dio excesiva importancia. Las molestias eran compensadas con las pitanzas y con el alimento espiritual que también obtenía través de ellas.

Y se hizo la luz. Y los médicos que abrieron a Zampachourizos en el quirófano vieron que ya no había mucho que hacer. Y corroboraban que una mala alimentación basada en un exceso de carnes rojas y grasas, asociada, probablemente, a una predisposición genética, se llevaba a un hombre hecho a sí mismo, que volvió a su tierra natal para llevar luz y para quedarse para siempre.

* La fotografía que acompaña este cuento, la he encontrado en Flickr, bajo licencia CC, y su autor es Isidro Cea.