De burgueses desdichados y terminales dichosos. Una retahíla de ideas conectadas de forma inconexa.

“Freud”, explica en la entrevista, “hace una distinción entre la desdicha ordinaria y la desdicha neurótica”. La primera es externa: la enfermedad o la muerte, un revés laboral o económico. La segunda surge de nuestro interior. “Me he ahorrado bastante la desdicha ordinaria. Mis padres están vivos. He llegado a los 63 años sin ningún gran duelo. He ganado suficiente dinero. La vida ha sido más bien fácil para mí”, dice. “En cambio, estoy más expuesto que otros a la desdicha neurótica. ¿Es algo burgués? No estoy seguro. Quizá, si uno vive en una lucha perpetua por la vida, no tendrá tanto tiempo para la neurosis. Pero creo que hay que respetar el sufrimiento propio”.

Leía la noche del domingo 21 de febrero la entrevista que ha concedido el escritor francés Emmanuel Carrère a Babelia y ese fragmento de arriba me llamó poderosamente la atención. Me resonó porque es algo que he pensado a veces y que suelo comentar con amigos, familiares o colegas de profesión. La diferencia es que yo suelo recurrir a Maslow. Y suelo decir que, en la medida en que las necesidades más básicas se van cubriendo (ya sabéis, las de la base de la pirámide del susodicho), emergen otro tipo de necesidades de tipo quizá más interno, antropológico, psicológico… no sé. Lo de la desdicha neurótica que dice Carrère o Freud.

Esto podría llevarnos a establecer una especie de relación muy, si me permitís, Pinkeriana, según la cual podría concluirse que cuanto más crecen las problemáticas de salud mental más disminuyen las problemáticas de índole más socioeconómica o de recursos.

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¡VIVA LA INFANCIA!

Recuperar la conversación, el aburrimiento y el juego. El infinitivo alude a ti madre, padre. Y a mí. Y a nuestros hijos e hijas. Que dicen José Ramón Ubieto y Marino Pérez que recuperar esos elementos es una de las fórmulas con las que luchar contra esa infancia hiper (hiperestimulada, hipersexualizada, hiperconectada), esos niños, niñas y adolescentes y su interacción con el mundo adulto que tan bien describen en el libro “Niñ@s Híper” (NED Ediciones, 2018) que he reseñado en EducaBlog.

Parece fácil, ¿verdad? Hablar, dejar a las criaturas que nos molesten cuando están aburridos y jugar. Chupao, ¿no? Pues no. Todos lo sabemos. En los tiempos que corren, es muy habitual que las pantallas callen las conversaciones, que no permitamos los tiempos de aburrimiento y nos mantengamos y les mantengamos siempre ocupados con algo y que no encontremos espacios para el juego.

Pero quizá es necesario que nos esforcemos en intentarlo. Al menos, debemos hacerlo si no queremos perpetuar un modelo de infancia como el que se describe en el mencionado libro. Un libro, por otra parte, que, en formato casi de intercambio epistolar entre los dos autores, recomiendo encarecidamente tanto si eres profesional que trabaja con infancia, juventud y familias como si, por supuesto, eres padre o madre.

No me quiero extender. Si queréis leer con más detalle lo que me ha parecido dicha obra, pues eso, podéis pinchad aquí. Aún así, a continuación, dejo algunas reflexiones, a vuela pluma, que he subrayado en sus páginas y que no he incluido en el post de EducaBlog, no sin antes reivindicar ese alegato mencionado en el título con el que se concluye el libro de Ubieto y Pérez: ¡VIVA LA INFANCIA!

Todos productores y consumidores podía ser el lema que igualase a adultos y a niños, borrando las fronteras entre unos y otros. Una identidad compartida, ya no por la vía de los ideales, sino a través del objeto del consumo común. El problema de esta utopía es que hace aguas por todas partes, generando síntomas que muestran su fracaso.

Esta hiperconexión no es ajena al destino que la curiosidad y el aburrimiento, signos inequívocos de la infancia, están tomando. La curiosidad aplastada por los estímulos incensantes que los invaden y el aburrimiento como una especie de enfermedad de la que habría que curarse rápidamente.

Nuestra sociedad es hiperreflexiva y parte de esa hiperreflexividad viene de la propia ciencia, que supuestamente tiene unos conocimientos sobre el desarrollo infantil, sobre cómo cuidar a los niños, no sólo en el sentido pediátrico, sino en todos los ámbitos de la vida. Supuestamente entonces, los niños tienen que estar monitorizados por la ciencia a través de los padres. Esto da lugar a una paradoja: los propios padres pierden el sentido común, las maneras tradicionales de educar a los niños para que sepan estar y para que funcionen de acuerdo con las pautas de la sociedad.

La ciencia está ocupando los espacios que antes estaban ocupados por el sentido común. Y la ciencia debe estar al servicio de la vida, no actuar como un sustituto de todos los conocimientos.

Hoy se clasifica más que se acompaña.

En nombre del bien común y en nombre del cálculo de lo mejor, de lo que conviene, se plantean toda una serie de políticas de control que tienen que ver con el peso ideal, con la vida saludable, con la medicación necesaria, etc. Las tecnocracias sanitarias han diseñado, como ejecutoras de esa biopolítica, toda una serie de protocolos de vida y de control.

Esta pasión actual por las etiquetas tiene que ver, también, con las crisis identitarias de las personas. Muchas veces son los propios pacientes quienes piden una nominación. Ellos son los que quieren una etiqueta. Quieren un nombre para eso que les pasa. Y lo quieren porque hoy vemos que hay una crisis generalizada de identidad, una dificultad seria para representarse.

El etiquetaje también produce un efecto de exención de la responsabilidad. Por lo que respecta a los propios niños, aprenden a no tener ninguna responsabilidad acerca de sus problemas. Dado que si ellos tienen los problemas que tienen, por los que van al psiquiatra, al pediatra, al psicólogo, esos problemas se atribuyen a la enfermedad, no a él. Y si luego él mejora de resultas de una medicación que le dieron, no es él el que ha mejorado, sino que es la medicación la que le ha hecho a él mejor.

Cada vez más el fenómeno cultural tiende a la expropiación de la experiencia y a lo que eso implica, quitando al sujeto la capacidad de testimonio. Y lo que él pueda explicar, queda borrado en beneficio de esa homogeneización. Hoy en día, por ejemplo, esa expropiación pasa también en nuestra vivencia de la realidad. No paramos de fotografiar con la paradoja de que cada vez vemos menos el paisaje y no paramos de acumular fotografías que ni siquiera llegaremos a ver después. Hoy el paisaje de la infancia queda oculto, cada vez más opacamente, por la proliferación de diagnósticos en esa operación de macdonalización de la infancia.

Los simulacros suplantan la realidad, el “desierto de lo real” (Baudrillard)

La sociedad del cansancio no solo cansa a uno sino que uno también se puede cansar de ella, plantarse.

Fenómeno de la hipermodernidad: lo que antes estaba prohibido, ahora no sólo está permitido sino que, sobre todo, es de obligado cumplimiento. Esa sociedad disciplinaria se ha transmutado, no en una liberación como se prometía, sino en una sociedad del control, más feroz que nunca porque ahora se trata del autocontrol, cada uno se evalúa y se vigila a sí mismo.

Se ha fomentado una autoestima mediante elogios, parabienes y autobombardeos de positividad, desconectados de cualquier tipo de mérito, de singularidad, sino simplemente porque yo estoy aquí.

Se ha fomentado el narcisismo, niños con el ego inflado, que más tarde o más temprano van a chocar con la realidad, en la que no tienen garantizados lo sparabienes, en la que van a chocar con otros que vienen igual de inflados que ellos. El narcisismo, la agresión y la infelicidad son algunas de las consecuencias de la autoestima subida.
Luego viene la medicalización, como otra tendencia característica de esta sociedad neoliberal en la que estamos, consistentes en naturalizar los problemas sociales que genera la propia sociedad, convirtiéndolos en supuestos problemas naturales, a título de trastornos o enfermedades. El neurocienticifismo termina por hacer el resto.

La rebeldía como tal es necesaria en el proceso de individuación y separación de todo sujeto humano.

Muchos fenómenos, más que de rebeldía a una norma establecida por un ideal paterno, habría que situarlos más bien en la perspectiva de una cierta desorientación, en la que quedan tanto los hijos como los padres. Se ve en el hecho mismo de que muchos padres estén más pendientes de ganarse el amor de los hijos cuando más bien deberían perseguir su respeto y ser los hijos quienes buscasen la estima paterna.

Hay que introducir la nada, un poco de vacío en la hiperactividad, hipersexualidad… recuperar el aburrimiento. El vacío es necesario para que surja el pensamiento y la invención. El fin de la infancia es el propio éxito de los objetos.

La infancia seguirá viva sometida a un fuerte control, que la empuja cada vez más a una reducción del tiempo, a una comprensión de su duración y a una tendencia a la homogeneización, vía la estandarización. Ese control ya no se ejercita, como antaño, a través de la conciencia moral (“No hagas esto, esto está mal”), sino que hoy funciona más bien como un imperativo: “Tú puedes, tienes que ser feliz”.

Querer callarles la boca con pastillas o smartphones para protegerlos (¿de qué?), o protegernos nosotros de sus quejas, los convierte en cambio más vulnerables. Sería una ironía darles primero tabletas (tablets) para que no se aburran y después tabletas (píldoras) porque se aburren.

El miedo

Decía un tipo de estos que se hicieron famosos en los late-nights hablando sobre la crisis económica, de esos que ahora se hacen llamar coach o algo así, que, muchas veces, nos preocupamos por cosas que no han pasado y que, probablemente, no van a pasar.

Interpreto esta máxima suya como conato de respuesta a la incapacidad que tenemos para racionalizar los miedos, las incertidumbres. La cuestión es: ¿se puede aprender a hacerlo? Entiendo que sí y que precisamente a ello, entre otras cosas, se dedican esos profesionales a los que me refería. Pero aún así, también entiendo que es francamente difícil desprenderse de ellos.

Es difícil, precisamente, porque los miedos, el miedo, bloquean, a menudo, nuestra capacidad de raciocinio. Nos nublan y paralizan. Y da igual si se tiene motivo o no para temer. Incluso me atrevería a decir que, a veces, una excesiva capacidad para entenderlo todo nos hace más conscientes de las amenazas (reales o imaginarias) que nos rodean, aunque luego debamos emplear ese mismo mecanismo para superarlo.

Igual no es sólo nuestra mayor consciencia la que incrementa la aparición de los temores. Creo que la intensidad de los mismos también crece con la edad. Nuestra evolución/involución nos lleva a temer perder las cosas que se van consiguiendo a medida que pasa el tiempo. Y no me refiero, exclusivamente, a cosas materiales. Quizá por eso los que ya lo tienen todo perdido (no me refiero a pérdidas, exclusivamente, materiales) no tengan miedo a nada y se atreven a todo.

Creo que me estoy liando cuando mi objetivo era sentarme a poner negro sobre blanco y a compartir públicamente estos pensamientos para tratar de entenderme y entenderlo. Sí, tengo miedos y creo que cada vez más. Los voy sobrellevando pero a veces me sobrepasan. Y todo desde la irracionalidad, desde la incertidumbre o, dicho de otra forma, todos parten de temores a cosas que no me han pasado y posiblemente no me vayan a pasar. Lo del coach.

Lo que también conocemos como preocupaciones. Me decía no hace mucho mi amigo Javi que la propia palabra ya lo advierte en su forma. Antes de la ocupación, antes de estar ocupado, antes de estar en ello. Cuando llega el ello, para bien o para mal, desaparece la preocupación, desaparece la angustia previa. Desaparece buena parte del miedo. O no. No sé.

Miedo a escribir del miedo. Incluso hay – ha habido – de eso. a costado parir este texto. Admitir los miedos, aunque todos los tengamos, cuesta. Pero es terapéutico compartirlo. O eso creo yo. Hace poco lo comprobé al tratar el tema con amigos. El mal de muchos, ya sabéis. De la conversación se extraían aspectos del tipo de si los miedos simbolizan la incapacidad a abandonar la zona de confort, si son síntomas de comodidad, si el miedo es propio de conservadores, etcétera. Que si no nos han enseñado a afrontar los miedos y las incertidumbres y, por tanto, no sabemos aprovechar las oportunidades que, algunos dicen, también surgen en esos momentos. No sé. Lo dejamos aquí. Otro día, quizá, volveremos al tema. Si hay valor.

Buenas tardes.

* La imagen pertenece a mi colección de Paredes que Hablan.

Notas a vuelapluma de una tertulia sobre trascendencia, azar y eneagramas.

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La trascendencia. El azar. El eneagrama. El discurso. Quién me iba a decir a mí que el ir llorando sobre la mala suerte que persigue a mi equipo de fútbol tras caer eliminado en Copa del Rey iba a acabar (de)generando una conversación así. La inescrutabilidad, añado.

Yo no sé explicar muy bien qué es eso que me aterraba de niño y que en la actualidad me fascina. Esa percepción de exclusividad vital, de unicidad, de conexión con mi propio ser. Esa consciencia (si es que puede ser consciencia) de que estoy sentado delante de un ordenador tecleando este escrito. Que lo hago yo. Una persona. Esta persona. Mi persona. Yo. Me toco un brazo después de escribir ésto. Sigo sin saber explicarlo. Me encanta, por otra parte, no saber explicarlo. Me pareció entender a mi contertulio que las religiones nacieron precisamente con el fin de superar ese miedo a no encontrar explicación a esa aterradora y fascinante sensación. Y que, más o menos, de eso va un poco todo el rollo de la trascendencia. No sé, me suena todo muy new age, la verdad, y nunca me he considerado yo muy espiritual aunque quizá lo sea. Y ya no tengo pelo para dejarme coleta.

El azar, por otra parte, quedó un poco denostado. La suerte, la fortuna, ese concepto abstracto al que muchas veces nos agarramos para, nuevamente, tratar de explicar(nos) cosas. Creo que lo sustituimos por confianza o autoconfianza. Creer. Creérnoslo. La profecía autocumplida y tal. El efecto Pigmalión. Llámalo fe, qué sé yo. Y salió, claro que salió, el nombre de Simeone como ejemplo. Igual pecamos de evidentes y de obvios pero, ojo, los datos le han respaldado. Este tipo parece que generó confianza en el Pupas. Y se lo han creído a pies juntillas.

Y el discurso. O, mejor dicho, la narración del discurso. Que llegue el gurú y difunda su mensaje pero que tenga altavoces, resonancia. Siguiendo con el fútbol como ejemplo, recordamos a la Roja cuando aún no lo era. Mi compañero dijo que fue Luis Aragonés quien rebautizó así a aquella España que hasta 2008 no pasaba de cuartos de final. Un rebautizo, una refundación, un cambio. Y una cohorte de voceros dispuestos a difundir la nueva buena y una audiencia que se la cree. Todos los medios hablando de La (nueva) Roja y creyendo en que algo había cambiado. Campeones de Europa. Algo cambió, sí.

Autoconfianza, fe, nuevo discurso y nuevas formas de narrarlo y difundirlo.

Y ya tampoco me preguntéis como pasamos a hablar del Eneagrama de la Personalidad. Y aquí ya no me pidáis reflexiones tan sesudas (lo digo como si las anteriores lo hubieran sido). Me quedo con lo anecdótico, con el colorín: soy un siete, un 7, soy un puto cienfiebres que hoy tiene que plasmar por escrito lo que disfrutó teniendo una tertulia así y mañana quilosá qué será lo próximo que le entusiasme.

Buenas tardes.

Disfrutar sufriendo

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Hace unas semanas leía un interesante artículo titulado ‘Gestionar el sufrimiento’ en el que se daban algunas claves para sobrellevar los reveses que la vida nos da. Trucos basados en la confianza, el acompañamiento, en el acto de compartir… Pautas para tomar el toro por los cuernos, para hacer de la introspección la actividad que nos ayude a afrontarlo…

Considero recomendable su lectura, la cual, a su vez, me llevó a reflexionar en torno a una cuestión que, creo, no aparece reflejada en dicho artículo: el placer del sufrimiento. Sí. Creo que hay gente que disfruta sufriendo.

Es cierto que el disfrute de determinados padecimientos se produce cuando estos son, digamos, banales. Por ejemplo, hace una semanas, veía yo por la televisión las evoluciones (o, en este caso, involuciones) futbolísticas de uno de mis equipos predilectos, el Liverpool, frente al Crystal Palace. Un partido en el que comencé a sufrir de manera intensa cuando los londinenses marcaban un segundo gol que ponía el 2-3 en el marcador, tortura que culminó dolorosa con el empate final y, a la postre, con el resultado que significaba tirar por la borda casi definitivamente (y como, efectivamente, así ha sido) un título de liga 24 años después.

En aquellos angustiosos momentos, compartí mi dolor con otro amigo red que también se mostraba consternado por lo vivido. Pero ambos teníamos la certeza de que, aún a riesgo de volver a pasar por el mal trago, la siguiente jornada volveríamos a estar frente a la pantalla dispuestos a disfrutar sufriendo.

Otro ejemplo de eso del placer (banal) que produce sufrir, lo encontramos en las personas que se someten a duras pruebas deportivas. Hace poco un amigo participó en un ultratrail por la montaña. Para los neófitos en esta terminología, un ultratrail por la montaña se traduce en correr, en este caso, 90 kilómetros a través de riscos, senderos, descampados, salvando importantes desniveles, etcétera. Mi amigo lo hizo. Corrió (disfrutó, sufrió) 90 kilómetros en algo más de 17 horas. La angustia, el dolor que reflejaba su rostro en algunas fotos que le sacaron eran realmente estremecedoras. Y, aún con todo, su valoración a lo vivido (lamentado) era muy positiva.

Asimismo, considero o, al menos, creo haber conocido a personas que encuentran satisfacción y placer en el hecho de regodearse en situaciones de padecimiento. Personas que parecen disfrutar lamentándose, que se revuelcan por el barro del sufrimiento y, aunque manifiestan su intención de querer acabar con ello, no parecen demostrarlo con sus actitudes.

Supongo, como también traslada el mencionado artículo, que anclarse en estas situaciones se convierte en algo adictivo, que, aunque agota mental emocional e incluso físicamente, es complicado salir de ese círculo… Y dado que la propuesta de solución que aporta la pieza de Miriam Subirana se basa – a grosso modo – en prestar atención a las cosas que nos aportan bienestar, ¿no será que la gente no sale porque, como en los casos de los “sufrimientos banales” expuestos más arriba, disfruta sufriendo? En definitiva, si disfruto así (aunque sea de una forma inconsciente), ¿por qué he de cambiar mi estado, por qué he de dejar de sufrir?